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El elíptico Palais de l’Industrie atrayendo las miradas en medio del Campo de Marte

Llegó el día.

A las dos de la tarde del jueves 1 de abril de 1867, el matrimonio imperial formado por Napoleón III y Eugenia de Montijo cruzaba el río Sena para inaugurar la Exposición Universal de París: la mayor exhibición de las maravillas del mundo hecha hasta entonces en la historia de la humanidad. Nada menos que 50.226 expositores procedentes de 42 países habían acudido hasta la Ciudad de la Luz para hacer ostentación de sus tesoros más preciados, de sus invenciones más punteras, de sus creaciones más llamativas.

El teatro de operaciones estaba situado en el Campo de Marte, explanada famosa por la matanza que en 1791 había empezado a desmoronar el sueño de la Revolución Francesa. Allí se construyó para la ocasión un gigantesco edificio elíptico de 146.000 metros cuadrados que pretendía simbolizar el globo terráqueo. Lo bautizaron Palais de l’Industrie, pero los lugareños prefirieron llamarlo Colisée y era el epicentro de la magnificente muestra. Rodeaba la mole un delicioso espacio verde salpicado de inmuebles de toda índole destinados a albergar aquello que no cabía en la edificación principal: cafés, fondas, quintas inglesas, templos egipcios, teatros chinos, granjas holandesas, salas de conferencias, acuarios, torres de iglesia o cabañas móviles de madera brotaban por doquier junto a los pabellones de las naciones participantes como la Casa de España, concebida a imitación del plateresco Palacio de Monterrey.

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La Casa de España a imagen y semejanza del Palacio de Monterrey de Salamanca

Pero no nos dispersemos y concentrémonos en el Colisée. Había sido diseñado por Jean-Baptiste Sébastien Krantz y ejecutado por el arquitecto Léopold Hardy con la colaboración de Charles Duval y un treintañero ducho en estructuras metálicas al que el destino le reservaba cotas más elevadas (y puntiagudas): Alexandre Gustave Eiffel. La instalación estaba formada por siete anillos concéntricos dispuestos alrededor de un espacioso jardín. Dos de ellos —los más cercanos al centro— estaban hechos de mampostería en tanto que el resto habían sido fabricados en hierro. Una cubierta de zinc y cristal permitía la entrada de luz natural.

Hablemos ahora de la distribución interior. Si un flâneur circunvalase cualquiera de las galerías concéntricas se deleitaría en la contemplación de objetos pertenecientes a una misma temática: así, en el anillo interior encontraría los productos característicos de la Historia del Trabajo, a continuación las Bellas Artes, después las Artes Liberales, luego las Artes Útiles y Mobiliario Doméstico, seguían los Vestidos, mas allá las Materias Primas y, cerrando la parte exterior, la impactante zona de las Máquinas… Pero el edificio también podía andarse de forma radial por medio de 17 calles que de fuera adentro y de dentro afuera atravesaban el coliseo. A lo largo de ellas estaban distribuidas las naciones más importantes, con lo que un curioso que entrase en el recinto podría conocer de un plumazo todas las delicatessen originarias de un solo país, empezando por sus máquinas y acabando por sus instrumentos de trabajo. Muy ingenioso.

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Planta del Colisée: a la izquierda la relación de galerías y a la derecha los países

Cuentan que cuando la pareja imperial penetró en el palacio de la industria tras cruzar el puente de Jena y el parque, todos los artilugios de la Galería de las Máquinas se pusieron a funcionar a la vez: el cañón prusiano Krupp, la arrogante locomotora Steyendorff, el mastodóntico motor de los señores Powell, el delicado piano Steinway… cada uno de los ingenios allí contenidos sonando, tocando, disparando y tronando sin orden ni concierto, armando un pitote infernal. Tuvo que ser un espectáculo acojonante.

Pero no hemos traído esto aquí para relamernos en semejante puesta en escena… Y es que entretanto, a varios cientos metros de aquel estrépito, en la Galería del Trabajo, se exhibía un objeto humilde, discreto: la réplica a escala de un faro imberbe, una torre levantada a más de mil kilómetros del charme de París que, oteando con su ojo el horizonte marino, vigilaba uno de los confines más temidos y salvajes del ancho Atlántico…

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Napoleón III fardando de exposición universal ante otros soberanos planetarios

Rebobinemos.

Esta es también la historia de una corazonada. Una corazonada que conduce a una búsqueda. Una búsqueda que conduce a un hallazgo.

Todo comenzó con una pequeña nota en el periódico El Pensamiento Español publicada el 25 de febrero de 1867. Decía así:

«Además de los faros del Cabo de Finisterre y de la torre de Hércules de La Coruña, mandados construir por cuenta de la dirección general de obras públicas para remitirlos a la Exposición universal de París, parece que irán otros dos, uno del cabo de Corrobedo y otro de las islas Sisargas, y además uno de los muelles embarcaderos.»

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La breve nota gracias a la cual hoy podemos publicar este post

Al leer estas líneas nuestras antenas se dispararon y nos pusimos a buscar como locos más información, espoleados por la sorpresiva noticia pero a la vez cautelosos ante ese «parece que irán» que no aseguraba nada.

Dimos unas cuantas vueltas. Nos perdimos. Anduvimos en círculos topando con los mismos textos una y otra vez. Pero tras muchos rodeos y extravíos encontramos esta alhaja:

Se trata del catálogo general de la Sección Española en la Exposición Universal de París que, traducido al francés, recogía entre las páginas 248 y 256 una detallada relación de los documentos y objetos que había llevado a la muestra la Dirección General de Obras Públicas. Consultándolo comprobamos con alborozo que entre los ocho modelos de faro que se habían trasladado, sí, figuraba el de Corrubedo, amén de los de Fisterra, illas Sisargas, Torre de Hércules, isla de Buda, cabo de Palos, isla del Aire y una construcción provisional en Alicante. O sea que era cierto… nuestra bonita joya arquitectónica había estado allí.

Animados por el descubrimiento intensificamos la búsqueda y nos dimos de bruces con otro artículo que venía a confirmar lo ya sabido. Había sido publicado en 1874 en la Revista de Obras Públicas a propósito de la participación de España en las exposiciones de París y Viena. No traía nada nuevo, pero leyéndolo con detenimiento reparamos en un detalle que antes se nos había escapado…

Además de las maquetas, el texto mencionaba 220 vistas fotográficas de construcciones repartidas en cuatro tomos, dos de los cuales contenían instantáneas de faros: 20 el cuarto y 5 el primero (si bien en este caso la cifra incluía algún puerto)… Entonces nos hicimos una pregunta evidente: ¿alguna de esas vistas sería de Corrubedo? De ser así estaríamos hablando no ya de la fotografía más antigua de nuestro faro, no ya de la fotografía más antigua de nuestro pueblo, sino, casi con seguridad, de la fotografía más antigua jamás tomada en la península del Barbanza.

Seguimos indagando y descubrimos que la captura de aquellas imágenes le había sido encomendada por la Dirección General de Obras Públicas a un francés que llevaba en nuestro país casi un cuarto de siglo: Jean Laurent Minier, que empezó en Madrid haciendo cajas de cartón para pasteles y acabó como uno de los pioneros de la fotografía en España. Para realizar el encargo, monsieur Laurent se había repartido el trabajo con su colega el valenciano José Martínez Sánchez de modo que el primero se dedicó a las costas cantábrica y atlántica y el segundo a la mediterránea.

Casi se nos nubla la vista de tanto sepia y de tanto blanco y negro como tuvimos que ver, pero el esfuerzo se tradujo en unas cuantas evidencias de lo que andábamos buscando: viejas imágenes de los faros de Chipiona, Trafalgar, Muro, Buda, punta del Falgar, punta de la Banya e incluso de la Torre de Hércules… Ahora bien, de Corrubedo rien de rien que diría Edith Piaf: o bien esa foto nunca existió o está tan guardada como el arca de Indiana Jones al final del film.

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Una de las dos vistas de la Torre de Hércules tomadas en 1867 por Jean Laurent en A Coruña

Ya estábamos resignados a contaros esta historia apelando únicamente al testimonio transmitido por la letra impresa cuando nos asaltó una reflexión seguida de una corazonada… Vamos a ver… Estamos hablando de París: la capital de una de las grandes potencias en el siglo XIX. Y estamos hablando de una ocasión excepcional en la que el Campo de Marte acogía el mayor número de avances tecnológicos por metro cuadrado del planeta. Andar por allí tenía que ser una experiencia relativamente similar a si hoy te das un garbeo por Silicon Valley y, salvando las distancias, te paseas entre las innovaciones de Apple, Google, Adobe, Intel, Oracle, Ebay o la Universidad de Stanford. Con semejante despliegue en los albores de la Segunda Revolución Industrial… ¿no habrá ni un puñetero grabado ni una mala foto que constate la presencia del faro en el elíptico Palais de l’Industrie o alguno de sus edificios adyacentes?

Sacudidos por un pálpito emprendimos otra búsqueda, esta vez por los volúmenes ilustrados dedicados a la feria internacional. Hojeamos los once números de la revista España en París de José Castro y Serrano; consultamos los dos volúmenes de la monumental L’Exposition Universelle de 1867 Illustrée; nos adentramos en el precioso The Art Journal Illustrated Catalogue of the Paris Universal Exhibition 1867… Vimos imágenes impactantes e increíbles: un taller de diamantes, el proyecto del canal de Suez, la máquina cultivadora Cristophoroff, la locomotora de Ramsomes, trajes rusos siberianos, una estatua de Carlomagno, el arado de vapor de Howard, la trituradora de aceitunas de Pfeiffer, un caravasar egipcio, un códice maya, rocas calcáreas belgas, una simulación de las catacumbas romanas, un bosque canadiense trasplantado hasta allí, chinos en la ceremonia del té… Pero ni rastro de nuestro faro.

Y hete aquí que cuando estábamos a punto de tirar la toalla nos vino a salvar esta mujer:

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Nunca la olvidaremos

No. Evidentemente no vivió hace un siglo y medio. Su nombre es Christiane Demeulenaere-Douyere y así como la veis es una conservadora del patrimonio histórico que en 2008 elaboró un exhaustivo inventario de los documentos iconográficos custodiados en los archivos nacionales franceses relativos a la exposición universal de 1867. Lo que nos llamó la atención estaba en la página 20:

Espagne: [nº392 à 395 bis]:

Section espagnole: beaux-arts [392], [393] et [393 bis]; porcelaines [stand La Cartuja, Pickman y Compania, de Séville] [394].

Galerie du travail: [vue, maquettes de fares] [395] et [395 bis].

¿Qué coño significaba esto? Retrocedimos unas páginas y descubrimos que el epígrafe bajo el que se incluían estos datos decía así:

100. Photographies stéréoscopiques portant la mention «Photographié et publié par M. Léon et J. Levy», numérotées de 1 à 802.

O sea… si lo estábamos interpretando bien, resulta que un tal M. Léon y un tal J. Levy habían sacado una serie de fotografías estereoscópicas [sea lo que sea eso] numeradas del 1 al 802… y que las que se correspondían con el 395 y el 395 bis eran vistas («vue») relativas a maquetas de faros españoles que habían sido tomadas en la Galería del Trabajo, es decir, el anillo más cercano al jardín central del Colisée.

¿Era así?

Lo primero, había que averiguar quiénes eran estos tipos.

Léon & Levy. Así se llamaba la casa fotográfica fundada en 1864 por Isaac Levy (comercialmente, J. Levy) junto con su yerno Moyse Léon. Y en efecto, se habían hecho con la concesión de unos estereoscopios con los que mostrar imágenes de la exposición universal de 1867. ¿Y qué eran esos bichos? Una especie de binoculares mirando a través de los cuales se podían observar imágenes en 3D superponiendo con la ayuda de unos espejos dos perspectivas casi idénticas de un mismo objeto. La leche… Ahora sí que teníamos algo muy preciso que buscar. Nos pusimos a ello y…

Voilà !

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He aquí las fotografías correspondientes al 395 y al 395 bis

La icónica Torre de Hércules no tiene pérdida ni posibilidad de confusión. Tomándola de referencia, a un lado está el altísimo faro metálico de la isla de Buda. Al otro, el de la isla del Aire con su cuello de jirafa. Chiquitita se vislumbra una edificación con base rectangular: la de illas Sisargas. Y a la izquierda de la imagen, ligeramente elevado sobre las demás torres, el faro de Corrubedo. Lo veis ¿verdad?

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Lo señalamos por si acaso

Por un momento nos despistó que le faltase la puerta de entrada, pero tras revisar qué aspecto tienen los inmuebles correspondientes a las otras tres maquetas (el provisional de Alicante, el de cabo de Palos y —este no hacía falta volverlo a mirar, lo conocemos en persona— el de Fisterra) no hay margen para la duda: es él… ¡Así lució nuestro faro en la flor de sus 13 años ante los asistentes a la Exposición Universal de París!

Tantas pesquisas habían valido la pena.

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Un último vistazo al palacio de la industria antes de su desmantelamiento

El evento fue clausurado el 3 de noviembre y recibió la alucinante cifra de 9.238.967 visitantes. Nos congratula informaros de que la Dirección General de Obras Públicas fue galardonada por la Comisión Imperial con el gran premio de honor (ocupó el tercer puesto por detrás del Ministère de l’Agriculture, du Commerce et des Travaux Publics galo y por delante de la Corporation of Trinity House inglés), y ello a pesar de las constantes y furibundas críticas de los periodistas españoles que clamaban contra la discriminación que a su juicio había sufrido el reino de Isabel II en el reparto de la tarta expositiva. Concluido el certamen, el Palais de l’Industrie fue desmantelado por completo ya que tampoco este se había librado de los más acres denuestos por parte de la prensa de su país: «Carece de talento, de imaginación y de monumentalidad», se dijo.

Pero bueno… dos décadas después en ese mismo Campo de Marte se iba a vivir un episodio parecido con motivo de otra Exposición Universal: la de 1889. Entonces, un ya cincuentón Alexandre Gustave Eiffel se puso a construir para la ocasión la torre que le elevaría a la gloria. Un grupo de artistas, literatos e intelectuales muy prestigiosos firmaron una carta pública posicionándose en contra de la obra. Entre ellos, Guy de Maupassant, que la llegó a tildar de «esqueleto gigante falto de gracia» y «aborto de un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica». Cuando ya era evidente que el ingenio estaba allí para quedarse ocurrió algo sorprendente: día sí y día también se empezó a ver al renombrado escritor almorzando en uno de los restaurantes situados dentro de la edificación de Eiffel… Una vez un amigo le recriminó tamaño contrasentido. ¿Y sabéis qué le respondió?

«Este es el único lugar de París donde no se ve la torre.»

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Au revoir !

[Algunas fuentes consultadas: España en París. Revista de la Exposición Universal de 1867 (José de Castro y Serrano), Exposition universelle à Paris. Documents iconographiques (Christiane Demeulenaere-Douyere), España en París. La imagen nacional en las exposiciones universales 1855-1900 (Ana Belén Lasheras Peña)]